domingo, 28 de septiembre de 2008

EL DOBLAJE EN MÉXICO: ¿UN "EMPAREDADO" PARA LA IMPOSICIÓN?

Uno de los recuerdos más lucidos que conservo de mi infancia fue aquél día en el que me acerqué a la mesa donde mis sacrosantos padres almorzaban para preguntar si no habían visto de casualidad mis tenis en el “armario”. Nótese aquí que no lo llamé “ropero” o “closet”, anglicismo con el que los mexicanos solemos guardar una mayor (y extraña) familiaridad. Dije “armario”, tal y como lo había oido decir tantas veces en los dibujos animados de Canal 5, emisora televisiva de series gringas dobladas al español por excelencia. Por mucho tiempo, una buena parte de mi vocabulario estuvo definido por curiosos términos en un castellano demasiado neutro. En la tele nunca decían: “Voy a prepararme un sándwich”. Lo correcto era decir: “Voy a prepararme un emparedado”. De la misma forma, el cuarto no era cuarto sino “alcoba” y el basketball solía ser sustituido por el más genérico “baloncesto”.

La anécdota me vino a la mente hace algunos años después de haber leído sobre una iniciativa de ley propuesta por Guillermo Herbert Pérez, miembro de la Comisión de Educación y Cultura de la bancada del PAN en la cámara alta del senado. En dicha propuesta se estipulaba un plan para regular la actividad de doblaje en el cine y la televisión, así como contrarrestar la feroz competencia de empresas colombianas, chilenas, argentinas y venezolanas. De acuerdo con Herbert Pérez, la idea era “hacer valer y respetar el trabajo de los actores de doblaje mexicanos, así como también respetar nuestro idioma, nuestra cultura, y nuestro lenguaje, para de esta forma evitar el fomento de tecnicismos, modismos y formas de lenguaje que deforman gravemente al de nuestro país”. Tal parece que el miedo a la seducción del imperialismo yanqui era uno de los principales motivos por los que el doblaje había ocupado un nicho trascendente dentro de la cultura nacional de la farándula. ¿Estarían Herbert Pérez y sus seguidores dispuestos a defender el idioma patrio asegurando la llegada de otra generación que confundiese a la escasa naturalidad con la perfecta neutralidad? ¿Volveríamos a ver en este país a un niño usando la palabra “emparedado”?

Irónicamente, este mismo fervor patriótico ha colocado también al doblaje en una posición desfavorable desde hace unas cuantas décadas. En 1944, dos representantes de la Metro Goldwyn Mayer fueron enviados a México con la finalidad de reclutar actores para establecer en sus estudios de Nueva York una división especial para el doblaje de películas al español. Contrataron los servicios de Luís de Llano Palmer, quien se apuntó rápidamente a convocar actores de radio por considerarlos con una mayor capacidad para expresarse a través de la voz. De esta forma, se pudo ver la primera cinta doblada al español mexicano: Luz Que Agoniza (Gas Light), misma en la que Blanca Estela Pavón, Guillermo Portillo Acosta, mi paisano Víctor Alcocer y Carlos David Ortigosa doblaban respectivamente a Ingrid Bergman, Charles Boyer, Joseph Cotten y Gregory Peck. Las reacciones no estuvieron exentas de controversia. Considerándolo como una afrenta al desarrollo de la industria nacional, el gobierno optó por prohibir parcialmente la exhibición de cintas dobladas. La única excepción fue marcada para las cintas y cortos animados. Esto hizo posible que a finales de los cuarenta pudieran ver la luz los Estudios Ribatón de América, la primera compañía de doblaje en México que se hizo famosa por doblar para Walt Disney películas como La Cenicienta, Peter Pan, La Noche de las Narices Frías y Alicia en el país de las maravillas.

No obstante, el cuestionamiento sobre lo benéfico o perjudicial del proceso de doblaje va más allá de de la defensa por la lengua nativa. Se estima que por lo menos 3 mil familias mexicanas dependen de la industria del doblaje. Muchas de ellas están conformadas por actores, directores, traductores, adaptadores y personal técnico de mantenimiento. Una de las reformas principales ofrecidas por la iniciativa de ley respaldaba precisamente a las condiciones laborales de los actores de doblaje; mismas que desde hace tiempo son más que precarias. Al menos eso es lo que afirmó alguna vez Sandra Calderón, actriz de doblaje para Sonomex, una de las empresas más antiguas que se conocen: “Ves las escenas en una televisión, te paras en un atril donde está tu director, te ponen tus hojitas enfrente y te dicen qué personaje eres, y tú no sabes ni de qué se trata la película. Tienes 3 ensayos: en el primero, te dejan correr la serie para que cheques lo que vas a decir, mires la boca del personaje, trates de darle intención y captes más o menos de qué se trata. Por supuesto, nunca te enteras. El segundo ensayo ya te está costando una carita del director porque cómo te tardas, y en el tercer ensayo empieza a hablar porque te sueltan la película y tiene que quedar. Si te falla, pues le regresamos. Luego resulta que te dan 3 llamados el mismo día: llegas corriendo, lo tienes que hacer rapidísimo y tienes que ir al otro; si no, no ganas. Entonces lo haces con las patas, tal cual, no te interesa si quedaste bien, si le pusiste intención; te interesa que las labiales –las letras m,b,r,s- coincidan, que no quedes largo –que sigas hablando cuando el personaje ya terminó-, que no quedes corto –que el personaje siga hablando cuando tú ya terminaste-, y que ahí quede. No puede haber calidad en un trabajo así.”
Aunado a esto, valdría la pena considerar también lo mal pagado de la profesión. De acuerdo con Calderón, “el llamadito mínimo son 16 pesos y de ahí hasta 300, pero eso es nada”. Esto último resulta significativo si lo recordamos como el factor determinante detrás del cambio de personal entre los actores encargados de doblar a “Los Simpson”. Voces como las de Humberto Velez y Marina Huerta tuvieron que ser sustituidas luego de haberse ido a la huelga ante la desición de la empresa Grabaciones y Doblajes Internacionales de no seguirle pagando a actores sindicalizados con la ANDA (Asociación Nacional de Actores) para reducir costos. De igual manera, la veterana intérprete aseguró que dentro de la industria “hay mucha prostitución. Para las jovencitas a las que se les hace como un sueño porque van a escuchar su voz en la tele, la verdad es que es una porquería: muchos directores, que ya son bastante grandes, te dan trabajo a cambio de una cita. Hay casos en que hasta en la misma sala, la chava se tiene que prostituir para que le den un llamado de 3 o 16 pesos”. De modo que una reforma para proteger los derechos constitucionales de la gente dedicada a esta actividad sonaba como una buena idea.

No obstante, recuerdo también que en su momento me parecía bastante dudoso que eso contribuyese a solucionar otros problemas relacionados con el doblaje, ahora más que nada de valoración estética. Después de todo, se trata de una técnica harto complicada que requiere traducir el dialogo original y luego comprimirlo mediante la adaptación o reducción de muchos vocablos para hacerlo encajar con la estructura lingüística del hispanohablante. Eso implica, en más de un sentido, que el producto doblado no necesariamente será el mismo concebido por su creador. El critico Leonardo García Tsao manifiesta una particular preocupación por este aspecto: “Con el doblaje se pierde cuando menos un 50% del desempeño actoral y buena parte de la identidad de una película. ¿Qué pasa cuando, encima, rige un criterio censor? No pude comprobar lo perpetrado por Televisa con Taxi Driver al pasarla “en tus cinco (sin) sentidos” pero es de suponer que, por cortesía del doblaje, el personaje de Jodie Foster se convirtió en una girl scout regañada por su scout master Harvey Keitel por no haber vendido suficientes galletas en la calle. O algo así”.

Es verdad que nuestra calidad comprobada en la profesión nos distingue honrosamente en el continente americano. También son verdaderas las oportunidades de trabajo que ofrece a una buena parte de nuestra gente creativa. Asimismo, se trata de una alternativa más que positiva para los analfabetas y quienes, de plano, no han logrado familiarizarse con el idioma ingles; incluyendo a los niños. Pero entre tantas consideraciones políticamente correctas, ¿dondé habría quedado el grupo minoritario de cinéfilos sin problema alguno para leer subtitulaje, y que junto a una educación formal, posee una cultura bilingüe con la cual seguir la trama de una película sin necesidad de leerla?
La iniciativa de Herbert Pérez hablaba de “un porcentaje equitativo de proyección subtitulado y a criterio del propio exhibidor, dejando abierta la opción al público de elegir, ver y escuchar las películas en su idioma original si así lo decidiera”. Aunque dicha declaración anterior acallaba muchas de mis inquietudes, no dejé de preguntarme durante un buen tiempo que era lo que él había entendido por “equitativo”. Tal vez lo suficiente como para que no tuvieran que privarme de mi sándwich.

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