Stanley Kubrick estaba más consciente que nadie de nuestra facilidad para la autodestrucción. El director neoyorkino radicado en Inglaterra no era un partidario entusiasta de la grandeza en el ser humano. Alguna vez mencionó que la desaparición de este planeta no tendría significado alguno en una escala cósmica. El hecho de que la fe ciega en la tecnología y el culto a la guerra ocuparan su respectivo espacio en cada uno de sus filmes da la abrumadora impresión de confirmar lo que sentía respecto a su propia especie: vivimos para matar y conquistar en un universo que seguirá girando independientemente de que formemos parte de él o no. Muchos de sus personajes terminan siempre como los arquitectos de su fatídico destino. No es coincidencia que Humbert Humbert este condenado desde el momento en que come por primera vez con los ojos a Lolita (1962). Tampoco que el computador Hal 9000 evolucione al grado de desarrollar la cualidad de la sospecha y eventual traición contra sus propios creadores en 2001: Odisea del Espacio (1968). Ni mucho menos que Dr. Insólito (1964) haga posible atestiguar el espectáculo de un mundo hecho añicos gracias al dinero, tiempo y energías invertidos por las naciones más poderosas en la fabricación de armas nucleares.
Tal vez Kubrick no lo intuyó en su momento, pero con esta película había creado una profecía cinematográfica que sobrepasa por mucho a la mera ficción. Si la longevidad hubiese sido un poco más generosa con él, de seguro habría quedado boquiabierto (por no decir asqueado) después de ver al general Jack D. Ripper de su ahora legendaria cinta simbólicamente materializado en la figura de George W. Bush. ¿O acaso es menos ridículo un presidente fanático que bombardea un país en aras de yacimientos petroleros que el militar fanático enviando aviones caza a la unión soviética para evitar que los comunistas se apoderen de “sus preciados líquidos corporales”?
Dr. Insólito merece ser vista más allá de sus cualidades como sátira de humor negro. Es una espeluznante radiografía del estado bélico, económico y psicológico del que adolecía y adolece una superpotencia que hasta hace algunos años consideraba la idea de construir un muro fronterizo para protegerse del exterior. Es la evidencia de aquella fuerza inmensurable que impulsa en varios aspectos las desiciones importantes que los norteamericanos se han visto forzados a tomar: el miedo. Miedo a la envidia que sus logros podrían involuntariamente cosechar en el corazón de sus vecinos lejanos y cercanos, a los avanzados instrumentos asesinos que pudiesen desarrollar en contra suya, a no estar lo suficientemente preparados para responder en el caso de que aquello suceda, y sobre todo, a encarar la responsabilidad de sus acciones en la supuesta defensa de su estilo de vida. De ahí que la desición acerca del uso que se le debe dar al armamento descanse sobre los hombros de líderes mil veces menos inteligentes que ellos.
De la misma forma en que La Naranja Mecánica (1971) advertía ácidamente respecto al miedo de combatir la violencia callejera mediante soluciones realistas, Dr. Insólito constituye una referencia contundente sobre el miedo a la paz. Si mañana mismo despertáramos y abriéramos la ventana para encontrarnos con una nube verde en forma de hongo, la reacción que Kubrick pudiese tener desde la tumba estaría dividida. Sonreiría de orgullo y lloraría de pena al percatarse de que tenía la razón.
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