
EN EL SET, EN LA CIA Y EN EL CONFESIONARIO
“Se común y ordenado en la vida para ser violento y original en el trabajo”. Esta máxima expresada en su momento por Gustav Flaubert le quedaría como guante a Chuck Barris. En 1982, tras un autoexilio de la farándula y la sociedad estadounidenses, el hombre detrás de afamados programas televisivos de concursos como The Dating Game mostró nuevas señales de vida gracias a la publicación de Confesiones de Una Mente Peligrosa: Una Autobiografía No Autorizada. En dichas memorias, afirmaba haber trabajado como agente encubierto para la CIA en varios asesinatos políticos llevados a cabo en México, Berlín y la Unión Soviética. Al parecer, la estrategia consistía en lo siguiente: cuando viajaba como chaperón para los ganadores de The Dating Game a alguna región exótica del globo, Barris dejaba sola a la feliz pareja para cumplir con un encargo que la agencia le tenía previamente asignado. De tal forma, regresando a sus abigarradas oficinas de producción en Los Ángeles, se podía dar el lujo de presumir secretamente el servicio invaluable que le acababa de brindar al capitalismo en el punto más álgido de la guerra fría, así como de un estilo de vida james bondiano que iba del callejón oscuro donde despachaba a espías de la KGB a la cama de la Mata Hari en turno.
“Se común y ordenado en la vida para ser violento y original en el trabajo”. Esta máxima expresada en su momento por Gustav Flaubert le quedaría como guante a Chuck Barris. En 1982, tras un autoexilio de la farándula y la sociedad estadounidenses, el hombre detrás de afamados programas televisivos de concursos como The Dating Game mostró nuevas señales de vida gracias a la publicación de Confesiones de Una Mente Peligrosa: Una Autobiografía No Autorizada. En dichas memorias, afirmaba haber trabajado como agente encubierto para la CIA en varios asesinatos políticos llevados a cabo en México, Berlín y la Unión Soviética. Al parecer, la estrategia consistía en lo siguiente: cuando viajaba como chaperón para los ganadores de The Dating Game a alguna región exótica del globo, Barris dejaba sola a la feliz pareja para cumplir con un encargo que la agencia le tenía previamente asignado. De tal forma, regresando a sus abigarradas oficinas de producción en Los Ángeles, se podía dar el lujo de presumir secretamente el servicio invaluable que le acababa de brindar al capitalismo en el punto más álgido de la guerra fría, así como de un estilo de vida james bondiano que iba del callejón oscuro donde despachaba a espías de la KGB a la cama de la Mata Hari en turno.
Pese a que el libro no se vendió como pan caliente al momento de su publicación, miles de aficionados lo leen hoy en día tan sólo para imaginarse cuanto de veracidad y de fantasía egocéntrica habrá en semejantes confidencias. Puede que esta mitología que el propio Barris ha contribuido a crear (en entrevistas jamás hace el mínimo esfuerzo por confirmar o desmentir lo que escribió) se reduzca a una mera cuestión de autoestima. Después de todo, es bien sabido su anhelo a ser recordado por algo más aparte de haber creado programación pueril que, en palabras de muchos críticos, “degradaba los estándares de calidad en la televisión”. Nada quita que ese “algo más” haya sido precisamente matar gente. ¿Para que molestarse en compartir su dizque historial de asesino con el mundo, si no era por que de todas formas ya lo habían crucificado por asesinar la inteligencia de los televidentes? Y eso que a estas alturas, lo menos sorprendente es el hecho de que sus hazañas hayan sido verídicas o no. El libro constituye, si no una obra maestra, al menos una autentica pieza de entretenimiento. Dentro de lo que parecería una colaboración inédita entre James Joyce y Elmore Leonard, Barris se manifiesta como el poseedor de una voz ágil y concisa para hacer de sus supuestas aventuras de espionaje en Europa una colección de viñetas altamente cargadas de tensión que los lectores más susceptibles a la mejor literatura noir no querrán dejar ni para ir al baño. Tan sólo el bautizo de fuego que para él significo su primera misión en la capital de nuestra república obliga a imaginar a Barris contándolo de su propia boca mientras sostiene un martini en la barra de alguna fiesta de cóctel a la media noche:
Aunque había sido un largo fin de semana, sentí haber estado en la ciudad de México hacía tan sólo unas cuantas horas. Había estado petrificado la mayor parte del tiempo, pero lo habría hecho otra vez con gusto. Era divertido. Era más que divertido; era vivir. En México, la vida se había levantado hasta la superficie de mi piel. Cada una de mis emociones se había magnificado a más de una pulgada. La muerte pudo haberme impresionado mucho, mas nunca dudé sobre el por qué estaba ahí. Puede que haya estado asustado, pero nunca aburrido. No me convertí en un héroe, pero al menos pude mostrar cierta cantidad de coraje. Y eso me gustó. (Capitulo 7, Págs. 77-78)
Por otro lado, su sentido del humor se hace también evidente a partir de las primeras páginas. Malicioso y subversivo, pero humor a final de cuentas. En aras de amenizar esta liberalidad tanto en la vena humorística como en la contextualización del panorama general en la pantalla chica a mediados de los años sesentas, se da a la tarea de transcribir algunos de los sórdidos intercambios verbales entre los concursantes de The Dating Game:
HERMOSA MODELO DE ALTA COSTURA: Soltero Num. 3, recita un poema para mí.
Aunque había sido un largo fin de semana, sentí haber estado en la ciudad de México hacía tan sólo unas cuantas horas. Había estado petrificado la mayor parte del tiempo, pero lo habría hecho otra vez con gusto. Era divertido. Era más que divertido; era vivir. En México, la vida se había levantado hasta la superficie de mi piel. Cada una de mis emociones se había magnificado a más de una pulgada. La muerte pudo haberme impresionado mucho, mas nunca dudé sobre el por qué estaba ahí. Puede que haya estado asustado, pero nunca aburrido. No me convertí en un héroe, pero al menos pude mostrar cierta cantidad de coraje. Y eso me gustó. (Capitulo 7, Págs. 77-78)
Por otro lado, su sentido del humor se hace también evidente a partir de las primeras páginas. Malicioso y subversivo, pero humor a final de cuentas. En aras de amenizar esta liberalidad tanto en la vena humorística como en la contextualización del panorama general en la pantalla chica a mediados de los años sesentas, se da a la tarea de transcribir algunos de los sórdidos intercambios verbales entre los concursantes de The Dating Game:
HERMOSA MODELO DE ALTA COSTURA: Soltero Num. 3, recita un poema para mí.
SOLTERO NUM. 3: Dólar por dólar y libra por libra, te daré placer con mi gran salchicha. (Capitulo 5, Pág. 57)
Solo un cuenta-anécdotas con su actitud a medio camino entre lo bromista y lo maníaco depresivo podría evocar momentos tan embarazosos sin perder el interés del lector en el proceso. Y ya que hablamos de manía depresiva, justo es decir que uno de los puntos más débiles quizás radique en la sobre-disposición a exponer sus defectos humanos con la misma desfachatez para sus actividades no oficiales. En un pasaje se pone a hablar sin reparos de su traumática búsqueda por la aprobación del sexo opuesto, obsesión que tuvo su origen cuando convenció a una amiga de su hermana para que le practicara sexo oral con el argumento de que su pene tenía sabor a frambuesa. Empeñado en poner sus trapitos sucios al sol, afirma en páginas posteriores haber gastado más de 20000 dólares en abortos y de haber propiciado mediante sus infidelidades un intento de suicidio por parte de Penny Pacino, su única pareja constante a lo largo de tres decadas. Barris no es ninguna monedita de oro. Si decidimos darle algo de crédito a lo estipulado en su relato, sería la última persona merecedora de lástima o empatía, distinción desfavorablemente remarcada por su empleo arbitrario de lenguaje altisonante. Y él es el primero en admitirlo. El problema parece ser que está más consciente de ello que sus lectores. En algunos puntos parece desesperado por convencernos de que las vidas que cobró a nombre de la Agencia Central de Inteligencia no se comparan en magnitud moral con las cosas de las que era capaz en su vida privada. De cualquier manera, las consideraciones anteriores no demeritan el carácter esquizofrénicamente fascinante con el que Barris consigue hilvanar una convivencia exitosa entre dos atmósferas narrativas contrastantes; la solemnidad fría del servicio secreto versus la naturaleza lúdica del mundo del espectáculo. Su inesperado don para la prosa de seudo ficción no puede pasar desapercibido. Aún cuando sea muy probable que nos este dando gato por liebre.
Solo un cuenta-anécdotas con su actitud a medio camino entre lo bromista y lo maníaco depresivo podría evocar momentos tan embarazosos sin perder el interés del lector en el proceso. Y ya que hablamos de manía depresiva, justo es decir que uno de los puntos más débiles quizás radique en la sobre-disposición a exponer sus defectos humanos con la misma desfachatez para sus actividades no oficiales. En un pasaje se pone a hablar sin reparos de su traumática búsqueda por la aprobación del sexo opuesto, obsesión que tuvo su origen cuando convenció a una amiga de su hermana para que le practicara sexo oral con el argumento de que su pene tenía sabor a frambuesa. Empeñado en poner sus trapitos sucios al sol, afirma en páginas posteriores haber gastado más de 20000 dólares en abortos y de haber propiciado mediante sus infidelidades un intento de suicidio por parte de Penny Pacino, su única pareja constante a lo largo de tres decadas. Barris no es ninguna monedita de oro. Si decidimos darle algo de crédito a lo estipulado en su relato, sería la última persona merecedora de lástima o empatía, distinción desfavorablemente remarcada por su empleo arbitrario de lenguaje altisonante. Y él es el primero en admitirlo. El problema parece ser que está más consciente de ello que sus lectores. En algunos puntos parece desesperado por convencernos de que las vidas que cobró a nombre de la Agencia Central de Inteligencia no se comparan en magnitud moral con las cosas de las que era capaz en su vida privada. De cualquier manera, las consideraciones anteriores no demeritan el carácter esquizofrénicamente fascinante con el que Barris consigue hilvanar una convivencia exitosa entre dos atmósferas narrativas contrastantes; la solemnidad fría del servicio secreto versus la naturaleza lúdica del mundo del espectáculo. Su inesperado don para la prosa de seudo ficción no puede pasar desapercibido. Aún cuando sea muy probable que nos este dando gato por liebre.
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